Dicen quienes la conocieron que Zenobia Camprubí Aymar lucía con luz propia y yo los creo. No sólo porque lo confirman sus Diarios, su correspondencia, lo que de ella comentaban quienes la conocieron y su esposo mismo, sino porque Zenobia ha ido abriéndose paso en la oscuridad, y ha guiado, con su fecunda personalidad, la escritura en ese juego de luces y sombras propio de toda creación literaria.
Las ráfagas de luz de su vida, su forma de estar en el mundo fueron creciendo hasta que, apenas sin notarlo, se convirtió en el personaje central de esta obra, para iluminar todos los vericuetos, tanto los de la vida en común con el poeta, como los de los acontecimientos históricos en los que participó activamente.
Zenobia fue una mujer que sabía exprimir las alegrías de la vida y sacarle todo su jugo; cuidadosa en los detalles, demostró una gran sensibilidad y delicadeza para quienes la necesitaron.
Generosa, moderna, emprendedora, fue ejemplo de lo que una mujer podía conseguir por sí misma, en una España en la que las mujeres tenían escasa consideración social.
Procedente de una genealogía femenina de mujeres seguras de sí mismas y amantes de la cultura, ya en su adolescencia demostró excelentes dotes para la escritura. Su madre la animó a
escribir un diario, costumbre que continuó y gracias a la cual tenemos información sobre sus vivencias y sentimientos en los largos años de exilio.
Su espíritu inquieto y organizado despuntaba ya a la edad de trece años, cuando fundó junto a una amiga la sociedad llamada “Las abejas industriosas”. Alternó la escritura en castellano e
inglés y el dominio de este idioma posibilitó que realizara la primera traducción de las obras de Rabindranath Tagore a nuestra lengua.
Secretaria del Lyceym Club Femenino colaboró en la propagación de la cultura y trabajó con ahínco por la igualdad entre hombres y mujeres y por la plena incorporación de la mujer al mundo
de la educación y el trabajo. Consciente de su posición privilegiada, (hablaba idiomas y era de las pocas mujeres que conducían), puso sus conocimientos y bienes materiales al servicio de los demás. Tanto Juan Ramón como ella tuvieron una especial sensibilidad con la infancia.
Recién llegada a La Rábida, siendo muy joven montó una escuela para paliar el analfabetismo que asolaba a las gentes de la zona y años más tarde, su competencia literaria y apasionada elocuencia, hicieron posible su trabajo como profesora en la Universidad de Maryland.
Llevó a cabo diferentes negocios con éxito y también en esto se adelantó a su tiempo, pensaba que las mujeres debían valerse por sí mismas y el trabajo remunerado era un logro necesario para su
liberación. Se aferró a la vida y supo valorar lo que tenía, disfrutando con los pequeños placeres que ésta le ofrecía: un baño en el mar, la belleza de las nubes festoneadas de anaranjado en un
atardecer, los viajes en su Ford o los ancestrales bordados de Las Hurdes. Todas estas cosas eran valoradas como regalos vitales, de modo que en lo esencial, se sentía feliz consigo misma. Quizás
por eso, es su sonrisa el rasgo más destacado de su personalidad y, afortunadamente, ha quedado fijada en las fotografías, sonrisa que Juan Ramón Jiménez alabó en sus epístolas y en sus versos,
no sólo como un guiño a la poesía modernista, en la que “la sonrisa de la amada” es un motivo recurrente, sino como uno de esos milagros por los que la realidad siempre supera a la ficción.
Zenobia, mujer activa, irradiaba en la luz de sus actos, y con su ejemplo fue abriendo camino para que mujeres coetáneas y del futuro pudiésemos transitar más cómodamente hacia la
consecución de nuestros derechos.
En el Centenario de Platero y yo, he querido hacer un homenaje a un libro que disfruto más con cada nueva lectura, a su creador y a una mujer que siempre ha sido un faro en una época que
adoro, las primera mitad del siglo XX. El título surge de una conversación con mi compañero Mario Benicio Nieto. Cuando le pregunté cómo podría titularla, él no titubeó ni un segundo y dijo: “Ponle, Platero y ella”.
Y es que ella, Zenobia Camprubí Aymar, era y es el centro de mi obra, como epicentro fue en la vida y obra de Juan Ramón, aceptando el papel con naturalidad, pues sabía lo que significaba y consciente eligió su destino junto al poeta de Moguer.
Zenobia cuidó minuciosamente su obra poética y todos y cada uno de los detalles, hasta el final de sus días. Y como mujer generosa que había sido, la vida la rodeó de intensas oleadas de cariño, pues fue admirada y querida por muchas personas, entre las que destaca la especialista juanramoniana Graciela Palau de Nemes, cuya intervención fue crucial en la propuesta formal que la Universidad de Maryland hizo con el fin de que se le concediera a Juan Ramón el Premio Nobel.
Las dos admiraban su obra y tejieron una red de amistad y trabajo que duró siempre y ambas certeras, consiguieron su objetivo.
Así que déjense llevar hacia otro tiempo, evoquen el olor de las rosas blancas o amarillas y disfruten la obra, que hoy compartimos con ustedes, no sin antes recordar los bellos versos que el poeta le dedica a su esposa:

“¡Sólo tú, sólo tú! Sí, sólo tú.
Yo no he nacido, ni he de morir. Ni antes
ni después era nada, ni sería
yo sino en ti.
Y en los rosales.”

 

Elisa Constanza Zamora Pérez

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